Si
no fuera por mi santa madre, que ya se ha ganado el cielo, hoy en día me
alimentaría básicamente de arroz blanco. Gracias a nuestras guerras, en las que
cada una ponía toda su tozudez sobre el campo de batalla, ahora como de todo.
Eso sí, ni ella ni yo olvidaremos nunca esas horas interminables que me pasaba
delante del potaje de garbanzos.
Sin
embargo, pese a esos recuerdos teñidos de gritos, se lo agradezco. De verdad.
Porque me he dado cuenta de lo ridículas que son algunas personas con la
comida. Que si no me gusta el pescado porque los peces me dan asco, y ni
siquiera lo han probado. ¿Qué excusa pondrá el niño, cuando a los cincuenta el
doctor le diga que quizá es hora de empezar a comer verduras? ¿No me gustan las
espinacas porque son verdes?
Ahora
podéis elegir lo que coméis, pero a lo mejor algún día ya no podréis ¿Qué
pasará entonces? ¿No comeréis? Así que gracias, mamá.
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