sábado, 7 de diciembre de 2013

Pasear en diciembre

Hoy he estado en la ciudad. Almuerzo con una amiga francesa que está de visita y compra de regalos. He hecho tantas veces ese paseo por el centro. De una tienda a otra, horas examinando pilas de prendas y cientos de cambios de ropa en probadores enanos. Para acabar con las manos vacías.

Vamos al grano. Estoy hecha un basilisco, porque cuando he encontrado el abrigo perfecto, el abrigo más perfecto del mundo, azul, suave y mimoso, resulta que ya no les queda mi talla. Salgo de Zara indignada, con mi amiga pisándome los talones. Ella tampoco está contenta: ¿dónde han ido a parar los colores? Continuamos, andando rápido, buscando la próxima tienda en la que refugiarnos del frío. Estamos cansadas de patear la ciudad y todos los cafés están petados de gente.


De repente la oscuridad se ilumina. Luces brillantes se encienden por todas las calles. Rojas, verdes y azules parpadean sin cesar. El neón lo invade todo y baila frente a nuestros ojos. Entonces, te paras y te das cuenta de todos esos pequeños detalles que has pasado por alto: el olor dulzón a castañas asadas, los gigantes abetos que pueblan las calles, la sonrisa de la gente que observa extasiada lo que les rodea. Los niños cantan villancicos como unos posesos y señalan con sonrisas extasiadas un Papa Noel que se pasea por un centro comercial. Este les saluda y les promete cientos de juguetes. Felicidad en algo tan simple como unas luces centelleantes y un hombre de rojo y barba desordenada. Ilusión. Y es que todo tu día mejora al recordar que la Navidad está a la vuelta de la esquina. 



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